PajonúBy Alex V. Cruz —Que caliente está hoy. El pajón de Robertico era su orgullo y felicidad. Los rizos, de un castaño oscuro con puntas doradas por el sol caribeño, llegaban casi a sus hombros y rebotaban al caminar como resortes de metal. Su pelo, al que todos llamaban “malo” era su fiel compañero. En las pocas noches de frio, cuando sus sabanas translucientes no eran suficiente para mantener la calidez de su cuerpo, sus rizos se extendía hasta cubrirlo por completo, haciéndolo parecer a las ciguapas que residían en las lomas de Tenares. Ya casi llego pensó Robertico, su mochila pesada con sus libros de bachillerato colgaba de su pecho para que su espalda no sudara la camisa escolar—la que repetiría el próximo día. En las tardes de Guanábano, un pequeño pueblo del Cibao, entre Moca y la Vega, donde sus habitantes son tan mezclados como un buen jugo de morir soñando, se escuchaban las burlas bullosas de sus compañeros escolares. —¡Pajonú! Le gritaban camino a casa, donde lo esperaban su madre y su padre con el arroz y las habichuelas del mediodía. Robertico, quien había aprendido a caminar en el otro lado de la calle, los ignoraba mientras sentía el calor planchante entres sus rizos alocados. Las gotas de sudor se deslizaban de su cabeza, bajando por las patillas y manchando el cuello de su uniforme, dándole el olor propio de tierra negra y fértil. El golpe lo tomó por sorpresa. Primero sintió un empujón en la parte posterior de su cabeza, seguido de un agudo dolor que lo dejó viendo estrellas como en los muñequitos de sus tardes infantiles. Al tocar el área con sus dedos trigueños, sintió la humedad metálica que enchumbaba su pelo. Perdió el balance, y su caída fue acolchonada por la mochila. —Dile a tu papá que no sea a tan miserable—le gritó el chico de su escuela, el que le había lanzado una roca filosa de la tierra ardiente—y que te dé dinero pa’ que te corte ese pajón. Ambos chicos continuaron su rumbo bailando al ritmo de un merengue explosivo que sonaba por las bocinas de un colmado que se especializaba en la venta de cervezas en vasitos plásticos. Robertico, quien prefería el amargue de las bachatas de los noventa, perdió el sentido, pero no antes de sentir una decepción rotunda por su pelo, que no tuvo la valentía de enfrentarse a sus agresores, detener la roca, y lanzárselas de regreso como los tantos peloteros que se juntan todas las tardes en el play de pelota. Quizás su pelo sí era malo después de todo. --- Robertico despertó con el ruido familiar de su abanico rotante, a cual le quedaba solo una de sus tres hélices, y el zumbido de los mosquitos que buscaban como escabullirse por los pequeños agujero del mosquitero viejo. Tenía un dolor de cabeza intenso que lo quemaba por detrás de sus ojos. Estaba sin camisa, pero aun sentía la hebilla de hierro de su correa clavándosele en su cadera huesuda. Era de noche, pero por la pared de madera veía la luz de la pequeña sala, y escuchaba en el pequeño televisor la novela mexicana que su madre veía todas las noches antes. Por el aire rumeaba el olor tenue de plátanos hervidos y salami frito. —Cenaron sin mi—protestó Robertico a la noche. Su pelo estaba quieto, y en ese momento recordó todo lo que había sucedido esa tarde mientras regresaba a casa del liceo. Su mano derecha intentó llegar hasta su cabeza para inspeccionar la herida, pero el enojo con su pelo venció su curiosidad y decidió dormirse a ver si se le iba el dolor profundo que sentía tanto en su cabeza como en su corazón. Mas tarde en esa misma noche, entre la penumbra de un hogar dormido, donde solo se escuchaba los grillos del patio y los pasos de los difuntos husmeando en vidas ajenas, Robertico sintió como su pelo se estrechaba lentamente hasta llegar a sus manos, donde entrelazó sus dedos, invitándolo a conocer su mundo. Entraron por la frente en la raya central que dividía su pajón entre este y oeste. El camino fue arduo y largo, y Robertico se arrepintió varias veces de emprender en aquella travesía, pero ni sabia como regresar a su cama, ni sabia como reaccionaria su pelo. Poco a poco se adentraron al bosque que era su cuero cabelludo. Allí, Robertico admiró los gruesos troncos de su pelo que espiraban hasta el cielo antes de doblar y caer, desapareciendo en la distancia. Sus manos acariciaban cada tronco que alcanzaban al desplazarse sin rumbo por esas tierras familiares, pero a la vez tan extrañas. Robertico enterraba los dedos de sus pies en la tierra negra que pisaba, dejando en su propio cráneo la prueba de su existencia. Del cielo caían copos de caspas que recordaban a Robertico la nieve que veía en las películas navideñas. Me hace falta una buena lavada de cabeza pensó. Encunó sus manos en espera de sentir un tierno frio al hacer contacto con la caspa que caía, pero en vez sintió un tibio que no esperaba, y desde la distancia le llegó un olor a madera quemada. Se hizo camino entre su pelo y llegó a un claro montañoso donde todo los troncos estaban cortados casi hasta la piel. Las montañas que veía era su propio cuero cabelludo retorcido y cocido con un nylon grueso. Pero lo que presenció entre esas montañas de piel roja y sangre seca fue aun peor. En la distancia habían chozas de yaguas y palmas encendidas en fuego y haciendo llover cenizas por todos lados. Hombres blancos de una pestilencia colosal dirigían a esclavos negros en cadenas unos detrás de otros. El fuego continuaba creciendo y quemando todo lo que encontraba en su camino. Robertico, en un abrir y cerrar de ojos, se encontraba en el centro de las llamas, cocinándose como pollo a la brasa, mientras los habitantes de piel canela eran torturados y acribillados en sus propias tierras. Los gritos de aquella gente desesperada por sobrevivir el infierno en el que se había convertido su cálido mundo se grababa en la sangre que corría por las venas de Robertico. Sus ojos estaban hundidos en lágrimas por el ardor del fuego y las desgracias que presenciaba. El humo abrumador se apoderó de sus pulmones causándole una toz que le hacía vibrar la garganta. —¿Y aquí que pasa?— gritó el papá de Robertico, quien entró a su habitación tras escuchar la tos de su hijo. Al ver las llamas que consumían el mundo que habitaba la cabellera de Robertico, su padre agarró una toalla y a fuetazos apagó el fuego que devoraba su pelo. —Mañana mismo te cortas ese pajón. Robertico, quien quedó solo y confundido una vez que su padre regresó a dormir, se arrascó la cabeza cerca de donde estaba la herida cocida y pensó: ¿Tendré piojos? Alex V. Cruz, a Paterson-born speculative fiction writer with Dominican roots, writes short fiction in both English and Spanish. Graduating Magna Cum Laude from Columbia University, he holds a degree in Creative Writing and Hispanic Studies. He is currently pursuing an MFA in Creative Writing in Spanish at NYU. Notably, Alex is an alum of Clarion West 2022 and a member of Tin House's 2021 Young Adult Workshops. His works have been published in notable online magazines such as Quislaona: A Dominican Fantasy Anthology, SmokeLong, Acentos Review, LatineLit, with two forthcoming stories in Azahares. He is an active member of the Dominican Writers Association, passionately supporting fellow Dominican writers by teaching free publishing classes. Alex is dedicated to sharing his knowledge and empowering his community of writers. Join him on Instagram, Twitter, and Threads using the handle @Avcruzwriter.
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