PelucheBy Yubany Checo Nadie recuerda haberla visto salir con sus compañeros de oficina ni ser recogida por algún hombre al final de la jornada. No había rumores de amoríos ni susurros en los pasillos sobre su vida personal. Su existencia era un enigma, un misterio que todos aceptaban sin cuestionar. Pero cada San Valentín, rompía su rutina de anonimato: flores y un peluche rojo aparecían en su escritorio, y ella posaba para fotos con una alegría que parecía sacada de otro universo, una máscara de felicidad que ocultaba un secreto oscuro. Me gustaba revisar las fotos del grupo de trabajo para compararlas con las de otros años. Noté que su sonrisa no era espontánea más bien escondía una tristeza profunda. Esa noche, al examinar una de las fotos, me fijé en la dedicatoria de los regalos. Sentí curiosidad por saber quién enviaba las flores y el peluche rojo todos los años. Para mi sorpresa, no estaba firmada. El peluche rojo permaneció varios días sobre su escritorio. Llegaba a la oficina más temprano que nadie y, por más ilógico que pareciera, sentía como si me observara. Me acerqué, lo giré en mis manos, lo apreté y parecía un peluche común. Sin embargo, la sensación que me invadió me recordó las veces que mi madre me encerraba en el armario: el frío de la oscuridad. Gritaba tan fuerte que, al cabo de un rato, ella entraba tambaleándose para azotarme con un cinturón de piel. Las mujeres discretas siempre cautivaron mi atención. Las solitarias con aire de melancolía y contrariedad, rebeldes, sufridas, misteriosas. Ella era así, una mujer que podía darle un giro a mi vida, estancada durante tanto tiempo entre los estudios, el trabajo y cuidado de mi madre. De camino a casa me detuve en la floristería y pregunté si podía obtener el nombre de la persona que enviaba los regalados cada San Valentín. Después de una larga explicación comprendí las limitaciones de privacidad y las implicaciones legales que enfrentaría. Mientras me iba, vi al repartidor que había entregado los regalos esa tarde y salí a su encuentro. ―¡Hola! ―saludó. Me aparté con él a un lugar más discreto. ―¿Recuerdas la entrega que hiciste a la oficina Torre Mar? Sonrió como si mi pregunta le parecía curiosa. ―Señor, hago muchas entregas al dia. ―La de ayer lunes, un arreglo de flores y un peluche rojo tan grande como un bebé. Los autos de los clientes comenzaban a salir al parqueo, y sus luces me molestaban. ―Necesito saber quién lo envió. ―¿Qué dijo? ―repitió sin comprender. O quizás fingía no hacerlo. ―¿Quién lo envió? ―me sentí vulnerable al hacer la pregunta. Me sentí arriesgar mucho con la petición que le hacía. ―¡Esta loco! ¿Quiere que me despidan? ―respondió subiendo la voz. Levanté la mirada y respiré. ―¿Puedes averiguarlo en el sistema, supongo? ―Si lo hago, me despiden, ¿entiende? Él estaba convencido de lo que me decía, así que le ofrecí dinero. ―Soy pobre pero honrado ―dijo, con una frase que me resultaba familiar. ―Te los doy ahora mismo ―respondí sin dudar. Vi la indecisión en sus ojos y supe que estaba a punto de convencerlo. La noche prometía lluvia y las primeras gotas empezaron a golpear el toldo del establecimiento. Aunque el muchacho negaba con la cabeza, lo hacía con menos convicción cada vez. Doblé la oferta y todo quedó arreglado. Regresé al día siguiente a la tienda y me oculté detrás de unos arreglos de flores hasta que vi al mensajero. Me interpuse en su camino y él se acercó para entregarme una hoja impresa. Le pasé el dinero sin formalidades; él contó el efectivo, asintió y se alejó. El nombre del remitente era inusual (lleno de consonantes y escaso en vocales), y pasé noches buscando en las redes sociales sin poder concentrarme debido a los gritos de mi madre. Tenía que arreglarle el abanico, ya que los aguaceros, los mosquitos y el calor pegajoso de la isla la atormentaban. Miré el reloj y me di cuenta de que había olvidado darle sus pastillas, llevaba días sin tomárselas. Las fotos de los hombres que encontré podían ser sus abuelos: veteranos de guerra y profesores jubilados. A ninguno de ellos los imaginaba enviándole flores, mucho menos un peluche rojo. Un artículo en un vespertino local sobre un ingeniero desaparecido semanas antes de su boda llamó mi atención, pero lo descarté. Aunque mi búsqueda no dio los frutos esperados, tenía otro plan. Ese día llegué temprano a la oficina y dejé una nota sobre su escritorio. Horas después, ella me preguntó con desdén: ―¿Que harás ahora que lo sabes? Levanté la barbilla y la miré sin tener respuestas. No sabía qué más hacer. Ella tenía razón al decir que no había nada de malo en recibir flores y un peluche rojo. Me cuestioné y reproché mi actitud infantil: ¿cuál era mi problema con eso? En los días siguientes, evitaba cruzarme con ella en la oficina, sintiendo una mala conciencia por haberla cuestionado sin motivo aparente. Sin embargo, la curiosidad me consumía, así que comencé a seguirla hasta su casa. Me estacionaba a cierta distancia para vigilarla, apagaba las luces del coche y, con las ventanillas entreabiertas, respiraba la brisa que venía del mar. A veces, el sueño me vencía y despertaba sobresaltado. Repetí la vigilancia por varias noches hasta asegurarme de que vivía sola. Sentí una chispa de esperanza. En las semanas siguientes, traté de acercarme a ella con sutileza. Buscaba coincidencias en la cafetería, la saludaba y le hablaba de mi madre enferma. Mi plan funcionó. Me compartió detalles sobre su transición de la medicina a las finanzas y su escepticismo hacia el matrimonio. Aproveché para disculparme por lo sucedido y ella pareció no recordarlo. Hablar con ella se convirtió en una necesidad diaria; cuando no lo hacía, sentía como si me faltara algo vital. Empecé a soñar con ella y comprendí que se había vuelto imprescindible para mí. Me ilusionaba la idea de tomarla de las manos y besarla. Durante ese tiempo descuidé a mi madre. A veces creía escucharla llamarme, pero el cansancio me impedía ayudarla. Fue una mañana cuando me llamaron a la oficina para informarme que una vecina, amiga, la había encontrado muerta. Me sentí culpable por lo que le había pasado a mi madre y, en mi tristeza, anhelaba la compañía de la mujer. Después de mucho insistir, logré que me invitara a su casa. Supuse quería conversar sobre nosotros en un ambiente más relajado. Quería que todo fluyera, disfrutar de su compañía y conocer más sobre su vida, en especial la historia detrás del peluche rojo. Su casa era pequeña, con poca luz, tal vez dos habitaciones. Era una en las afueras de la ciudad, cerca de los antiguos apartamentos construidos durante los doce años. La sala y la cocina estaban sin pintar y con manchas de filtraciones en las paredes. Las habitaciones tenían cortinas de lentejuelas en lugar de puertas. El aroma a incienso que emanaba de un mueble de bambú me envolvió. En el fondo, un cuadro oscuro mostraba a una mujer bordando un paño sobre el rostro de un hombre. Mi casa era más grande, y pensé que ahora, sin mi madre, podríamos vivir juntos. La seguí por un pasillo adornado con agujas y conos de hilo, hasta que pasamos frente a una puerta cerrada con candado y finalmente llegamos al desayunador. Ella buscó hielo y llenó dos vasos. Escuchaba voces que por un instante parecían lejanas y otras veces estar metidas en un lugar de la casa, pero no les presté atención. El calor me empezaba a molestar. Los mimes entraban hasta donde estábamos acompañados de un olor a podrido que llegaba con el ir y venir de la brisa. Ella destapó una botella de ron caribe y pensé quería que nos relajáramos. Bebí y me solté los botones de la camisa, ella se levantó para ir a su habitación. No tardó en regresar, ahora en tacones y vestida con una bata de seda estampada en negro y rojo. Las medias le subían hasta los muslos. Si no hubiera reconocido sus ojos, había pensado que era otra mujer. Su cabello estaba recogido en una especie de cola de caballo y los bordes de sus ojos delineados en verde. Lucia imponente. Noté que sostenía un cono de hilo y aguja de coser. No le pregunté asumiendo que era parte de un juego erótico al que nos dirigíamos. Se acercó a mí. ―¿Que harás ahora? ―preguntó susurrándome al oído palabras en un idioma que no entendí. La confusión me enloquecía. Me tomó de la mano y la seguí torpemente derribando varios objetos en el camino y disculpándome como un adolescente borracho en su fiesta de graduación. Ella colocó su dedo índice sobre mis labios y con firmeza me pidió que guardara silencio. Pasamos a su habitación. En un rincón, entre vi una fila de peluches rojos, todos sin ojos salvo uno colocado en un rincón apartado que me pareció el mismo que había visto en la oficina. Ella sonrió y volvió a decirme algo pero no entendí. Le respondí con una sonrisa que parecía incontrolable. En un rincón de la habitación noté un vestido de novias y, al lado, un maniquí vestido con un esmoquin. Sobre una mesa, un ramo de flores seca, una cristalera llena de bombones y lazos blancos, y al fondo, una sesión de fotos de novios y una vieja botella de champaña aun sin destapar. Percibía todo borroso. Me sentí flotar y caí sobre una superficie blanda y giratoria. Abría los ojos, pero los destellos de luz en mi rostro me obligaban a cerrarlos de nuevo. Las sombras iban y venían y mis brazos yacían caídos a los lados. Estaba desnudo. Intenté levantar la cabeza, pero ella se montó sobre mí y entonces recordé mis sueños. ―Solo relájate ―dijo ella―, no te esfuerces, no te dolerá. Pero la palabra “dolor” agitó mi corazón y sentí algo frio deslizarse suavemente por mis parpados. Una, dos, tres veces. En realidad, no me dolía. Un líquido tibio empezó a recorrer mis mejillas hasta llegar a mis orejas. Aunque no quería admitirlo, lo reconocía por su olor. Traté una vez más de levantarme sin embargo mis músculos estaban tan relajados que no pude. Mi lengua pesada no podía articular palabras. Escuchaba el tic-tac de un reloj, gavetas abrirse y cerrarse, y el sonido de objetos metálicos siendo colocados sobre una bandeja. Luego sentí algo considerablemente grande a mi lado. Ella empezó a tocar mis ojos mientras exhalaba sobre mi cara. Sentí sus pasos alejarse y los ruidos cesaron como si el mundo a mi alrededor se hubiera apagado. Mis dedos empezaron a moverse. Busqué a los lados con mis manos, sintiendo una textura de piel muerta, músculos secos pegados a huesos. Intenté abrir los ojos, pero seguían pegados. Deslicé mi índice hasta encontrar un paquete de hebras finas como si fueran cabellos. Bajé con las puntas de mis dedos por lo que parecía ser la frente, los pómulos, ojos, nariz y una cavidad abierta llena de dientes. Entonces grité, llamándola por su nombre, sabiendo que estaba cerca, quizás contemplándome. De inmediato, escuché sus carcajadas, largas y cortas, pero igualmente estridentes. ―Esta vez funcionaran, mi amor ―le oí decir―. Espero un dia me lo agradezcas. Y grité más fuerte. ―El implante está hecho ―continuó ella―. Sabes, nada de decirme que no te casarás conmigo. Así son las cosas. Nacimos para estar juntos…sabes que no puedes hacerme enojar. Empezaba a recobrar la fuerza en mis extremidades. La escuchaba hablar y sabía que no se dirigía a mí aunque no sentía a nadie más en la habitación. Estaba seguro de que solo éramos ella y yo. Volví a llamarla. Me haló de la mano con fuerza hasta ponerme de pie. Caminé como pude, tocando las paredes para no caerme. Imaginé que recorría un pasillo que ahora parecía interminable. Llegamos hasta unos escalones de madera. Un candado se abrió, seguido de las cadenas y las cerraduras que fueron removidas. ― ¿Qué mal hice? ―le pregunté, pero ella guardó silencio. Abrió una puerta y me empujó dentro. El hedor a mierda, orina y carne podrida era insoportable. Varias voces se alternaban en largos quejidos. Sentí cuerpos arrastrarse, caminar pegados a las paredes y me quedé quieto por unos segundos. Di pasos cortos, colocando mis manos al frente para evitar obstáculos, pero terminaron cubiertas de fluidos y pastosidades. ―¿Quién está ahí? ―pregunté. Dos voces quebradas me respondieron. ―Bienvenido ―¿Dónde estoy? ¿Quiénes son? ―Tranquilo, ahorra energía y come― dijo una de las voces―. La necesitarás. No vayas a gritar porque ella se enfadará y vendrá a tomar otro pedazo de tu cuerpo para sus peluches. ―Ya tendrás tiempo para contarnos cómo te atrapó. La comida está en el suelo, debo buscarla y estar atento cuando ella la arroje. No siempre alcanza para todos y no todo lo que está en el suelo es comida, aunque después de varios días, eso dejará de importarme. Yubany Checo tiene cursos de escritura académica con la Universidad de Duke, escritura creativa en el Taller Literario Narradores de Santo Domingo (TLNSD y en la Asociación Dominicana de Ficción Especulativa (ADFE). Su primer libro de cuentos Pequeñas Sombras Humanas (2019) ganó el concurso del Ministerio De Cultura “De la idea al objeto” organizado por el TLNSD, disponible en Amazon. Dos veces ganador de NanoWrimo (2018, 2019), tercer lugar en el Concurso de Cuentos Casa De Teatro Internacional (2018), finalista en el Concurso de Cuentos de Alianza Cibaeña (2019), concurso Juan Bosch y Lauro Zabala de micro cuentos (TLNSD, 2019). Expositor sobre la narrativa de Virgilio Diaz Grullon en el marco de la 22va FIL Santo Domingo 2019 en la sala Virgilo Diaz Grullon del Centro Cultural Banreservas.
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